domingo, 28 de enero de 2018

JULIO ARÓSTEGUI SÁNCHEZ. IN MEMORIAM

El 28 de enero de 2013 fue una fecha triste. Triste en los personal y triste para la ciencia histórica. A eso de las 19:30 me llamó por teléfono un amigo para comunicarme que Julio Aróstegui había fallecido hacía poco. Sabía que estaba enfermo. Una semana antes había estado hablando con él por teléfono. Estábamos dando los últimos toques a mi tesis doctoral (la última que dirigió) y que iba a leer el 31 de enero. “Ciudadano Vadillo, ya casi doctor”, fue la frase con la que me interpeló. Sabía, igualmente, que no iba a poder estar en la lectura. Pero tenía ganas de celebrar con él el título de doctor. Alguien quien tan sabiamente me había dado las claves para poder adaptar una metodología coherente a un trabajo de investigación. Alguien que supo guiar de forma coherente mi trabajo de investigación. Y hubo muchas cosas a valorar de ese proceso de dirección que había empezado en 2009, pues yo venía de hacer mi DEA en la Universidad de Alcalá de Henares en 2007. Con Julio las reuniones de dirección no eran como las habituales. En su despacho de la UCM nos vimos algunas veces. Pero otras fueron en el VIP, rodeado de refrescos y patatas. Julio cuando hablaba contigo no te daba la sensación de ser un alumno suyo. Te hablaba de igual a igual. Para él su pasión era enseñar, pero también aprender. Y eso es un valor que no todo el mundo tiene en el mundo académico. Su forma didáctica y divulgativa de enseñarte cosas para mejorar un trabajo era el fiel reflejo de alguien que había pasado por muchos estadios de la educación. Sin ir más lejos Julio había sido profesor de instituto antes que profesor de Universidad. Y eso es algo que se nota a la hora del trabajo y de la docencia.
            La lectura de tesis aquel 31 de enero de 2013 fue triste. Triste por la muerte de mi director que no pudo ver consumado el final de su última tesis dirigida. Quince días después, mi buen amigo Sergio Gálvez Biesca también leyó su tesis, dirigida por Julio. Ambos trabajos hoy están publicados. Y de si algo nos podemos sentir orgullosos es de la enorme escuela historiográfica y de los discípulos que Julio ha dejado y que, aun hoy, siguen dando frutos sus trabajos. No hay más que repasar las obras publicadas por el propio Sergio Gálvez, por Sandra Souto, por Jorge Marco, por González Calleja, etc,. En cada uno de ellos, cuando lees sus obras, notas algo de Julio en las mismas. Quizá la tenacidad, el trabajo meticuloso, el contraste de fuentes, el cariño en la investigación. En definitiva la pasión por la Historia que es algo que nos une a todos los discípulos del historiador granadino.
            Igualmente, en los prolegómenos de su muerte, Julio había publicado su último trabajo de investigación. La biografía de Francisco Largo Caballero. Un extraordinario trabajo que cerraba una larga tarea de investigación sobre una de las figuras más representativas del socialismo español. Una biografía que mi amigos me regalaron una vez me convertí en doctor y que, no puedo negar, leí con mucha desazón por saber que no iba a poder comentar con Julio el producto de su trabajo.
            Julio Aróstegui fue más que un historiador y un profesor. Fue alguien que te enseñó a escribir Historia. Hace poco, preparado un tema de oposición, al hablar de la historiografía española no puede evitar meter a Julio Aróstegui. Repasé su libro La investigación histórica: teoría y método. Toda una fuente de inspiración y manual de cómo abordar la ciencia histórica.
            Y es que Aróstegui es, con diferencia, el mejor historiador que ha tenido este país en nuestro periodo más reciente. Ha bebido del magisterio de uno de los mejores: Manuel Tuñón de Lara. Con las obras de Julio podemos aprender de carlismo (la que fue su tesis doctoral), de la Guerra Civil española (que gran obra la suya sobre la Junta de Defensa de Madrid), de la historia del movimiento obrero, de sus dirigentes, de la represión franquista, etc. Teorizó sobre la memoria histórica, en la que se implicó como movimiento social colaborando con distintas asociaciones de memoria y fundando la Cátedra Complutense de Memoria Histórica del siglo XX, con la intención de tejer lazos entre el mundo académico y la sociedad civil en esta línea.
            Sin duda alguna su actividad, su actitud, su sentido del humor, sus conocimientos infinitos, han hecho de Julio Aróstegui no solo un gran investigador, un gran historiador y un gran profesor, sino también una gran persona. Para Julio la diversidad y el poder debatir de ideas de la Historia era fundamental para que pudiese avanzar la ciencia. Por lo que le traté poco cabía en él aquellos que intentaban sentar cátedra definitiva sobre cuestiones. Eso estaba reñido con la propia Historia. Igualmente combatió, desde la tribuna y su obra, a ese revisionismo histórico que se iba haciendo un hueco cada vez mayor en la academia.
            Un lustro sin Julio son muchos años. Sin embargo su legado no ha dejado de dar frutos. Los que le conocimos y aprendimos de él hemos seguido, desde la modestia, ofreciendo nuestros trabajos de investigación y nuestra docencia. Le echamos mucho de menos, pero cada vez que abrimos uno de sus libros o cada vez que publicamos un libro o un artículo, una parte de Julio está ahí. Esa es la grandeza del magisterio que ha dejado y muy pocos podrán igualarlo.

            Gracias Julio por haber existido.

jueves, 25 de enero de 2018

Prólogo de José Luis Carretero al libro "Socialismo en el siglo XIX. Del pensamiento a la organización. Raíces, origen y desarrollo del laboratorio socialista antiestatal en el siglo XIX"

Cuelgo aquí el prólogo que José Luis Carretero Miramar ha publicado en la obra Socialismo en el siglo XIX. Del pensamiento a la organización. Raíces, origen y desarrollo del laboratorio socialista antiestatal del siglo XIX de Julián Vadillo Muñoz, publicado el pasado mes de diciembre de 2017 por Queimada ediciones.

¿Cuál es el impactante hilo rojo que une, a través de más un siglo, a los ludditas, los cartistas londinenses, Babeuf y su Conspiración de los Iguales y los famosos barbudos Karl Marx y Mijail Bakunin? ¿Qué vino después de la carcajada punzante de Rabelais, la bondad plenipotenciaria de William Godwin o la armónica vida natural de los falansterios?
                Julián Vadillo nos describe en este vibrante libro el nacimiento de un fantasma, el famoso viejo topo, uno de los fundamentales movimientos de masas de los últimos siglos: el socialismo, en todas sus vertientes. La base ideológica del movimiento obrero. El discurso esencial de todos los proyectos de transformación social que han marcado las últimas centurias.
                Desde la fascinación por los avances de la industria de los saint-simonianos, al gusto  por la destrucción creativa de los bakuninistas; del Auguste Blanqui, usuario impenitente de las cárceles monárquicas y conspirador vanguardista y violento, al Humanisferio de Jospeh Dejacque, que clamaba en sus primeras páginas: “Este libro no es una obra literaria, es una obra infernal, es el clamor de un esclavo rebelde”. Vadillo, tenaz, sabio y riguroso, nos enseña cómo todas las herejías confluyeron finalmente en este pálpito masivo por la liberación humana que aún se nos aparece en nuestras plazas de ensueños y de esperanzas.
            El socialismo, que hunde sus raíces en el pensamiento utópico del Renacimiento, en los “hombres peligrosos” de la Ilustración, y en esa gran conmoción social que representó la Revolución Francesa, pistoletazo de salida de la idea misma de transformación social a gran escala, de cambio acelerado de la vida cotidiana. Lo que Vadillo nos describe es el trayecto insomne de las utopías de Tomás Moro y los escritos de Campanella, pasando por las novelas subversivas de Diderot o las diatribas ateas de Helvetius, a las gloriosas jornadas del Paris insurrecto, donde hebertistas y babuvistas abrían la senda que, al poco tiempo, transitaría el movimiento obrero revolucionario.
            La utopía, la proclama y la insurrección, se dan cita en este libro, que nos dibuja con frescura y precisión la deriva que llevó desde las ruinas desgastadas del Antiguo Régimen a las banderas rojas ondeando sobre la Comuna de París, en 1871. Esa Comuna que fue, tanto para Marx como para Bakunin, el ejemplo más acabado de democracia obrera jamás convertido en realidad.
            Un libro, además, de mi amigo Julián Vadillo. Historiador riguroso, erudito sabio e inteligente, magnífico orador (recomiendo encarecidamente a los lectores que acudan a las presentaciones en vivo de este magnífico libro) que sabe escribir para quienes escribían sus biografiados: los explotados y oprimidos, los trabajadores, los militantes, los que, en definitiva, buscan y aún no han encontrado, una salida a las injusticias y los sufrimientos que el capitalismo no ha dejado de imponernos en los últimos siglos.
            Vadillo nos narra, también, la puesta en marcha de la Asociación Internacional de los Trabajadores, la llamada Primera Internacional, donde se dieron cita proudhonianos, republicanos radicales, marxistas y bakuninistas, sindicalistas y obreros revolucionarios. Un intento frustrado por crear una gran organización transnacional del proletariado que permitiese construir un contrapoder efectivo al despliegue del naciente mercado mundial capitalista, así como impedir los vértigos geopolíticos que tantas veces han hundido los proyectos de transformación social anegándolos bajo el manto feroz del nacionalismo y la xenofobia.
            Una Internacional que acaba mal, pese a ser toda una promesa de futuro. El enfrentamiento fratricida entre marxistas y bakuninistas hará girar el futuro del socialismo hacia una historia de corrientes enfrentadas, de odios cainitas. Estos dos geniales y endiablados barbudos decimonónicos (Marx y Bakunin) marcarán para siempre con sus enormes personalidades el futuro del movimiento obrero, el largo trayecto de sus avances y retrocesos, de sus victorias y derrotas, así como de sus posibilidades y potencialidades. Su convulsa y vibrante búsqueda de nuevos horizontes de justicia social y libertad  para la especie humana.
            Esta es, pues,  la historia del nacimiento del socialismo, con un especial hincapié en su vertiente más maltratada en la historiografía: el socialismo antiautoritario y antiestatal. Pero, aunque algunos piensen otra cosa, hay algo que merece la pena dejar claro desde el principio: no es la historia de un cadáver, no es un simple rebuscar en el pasado sin intención ni pasión. El socialismo sigue ahí, aún traicionado en las siglas de partidos que ya no lo anhelan ni lo construyen, aún negado una y cien veces por los intelectuales orgánicos de un sistema profundamente autoritario y basado en la injusticia. El socialismo sigue ahí en las luchas obreras en curso en todo el mundo, en las nuevas utopías que se expanden desde proyectos de vida en común, de acción social sin intermediarios, de lucha de clases sin conciliación ni mediaciones. El socialismo se apunta aún tras la toma de fábricas recuperadas, la conformación de cooperativas honestas y coherentes (la nueva cosecha owenita), el sindicalismo autónomo y combativo, la ocupación de viviendas para la invención de nuevas formas de vida colectiva (tras el rastro, consciente o inconscientemente de fourieristas y cabetianos). El socialismo bien entendido es el sueño radiante de una humanidad que aún no ha dejado de buscarse a sí misma.
            El movimiento libertario puede, también, buscarse a sí mismo gracias a libros como este, que nos recuerdan que su génesis no está en la pulsión de la repetición o de la vuelta atrás, en las ideas reaccionarias del suelo o de la sangre, en la metafísica o en la superstición, sino en la voluntad absorbente y vital de quienes buscaban nuevos caminos, sendas inéditas, aún a riesgo de perderse entre riscos y montañas abruptas, donde la realidad se vuelve abrasadora y el mundo inhóspito para los que luchan y viven en plena insurgencia. “Se abrirán amplias avenidas”, decía Allende en su momento, “por las que transite el hombre nuevo”. Esa pulsión, precisamente: construir una forma de vida enteramente nueva, que deje atrás el horror y la injusticia del capitalismo, y la estrechez y angustia de las involuciones sociales, es la que late y palpita tras el proyecto libertario tal y como se gestó, en medio de convulsiones y luchas feroces. Abrir las amplias avenidas que permitan inventar desde el principio las nuevas formas de amarnos, trabajar y vivir en común.
            Los personajes de este libro, en su mayoría, pagaron también un alto precio por su insurgencia, por su voluntad subversiva. Esta es también una historia de cárceles, de represión, de exilios forzados, de sufrimientos. El alto precio que se paga por querer vivir más allá de lo que vive el rebaño a punto de ser trasquilado. Generaciones posteriores pagarían también un enorme tributo por ese sueño feroz de la fraternidad humana, por esa idea abrasadora de que todo puede cambiar de golpe. Y lo podemos cambiar nosotros. De que la servidumbre voluntaria no es el único camino, porque también existe la insurgencia consciente y la lucha por la justicia. Un tributo que hemos de agradecer quienes, gracias a ello, vivimos hoy en un mundo que aún no es plena distopía sino lucha abierta entre posibilidades.
            Porque este es un libro sobre gestos sublimes y grandes personajes. Hemos de recordar, con Michel Onfray y su “Política del rebelde” que:
            “Sublime es lo que supone el salto y el peligro, lo que apela a la fuerza y a la agilidad; que sublime es lo que pone en peligro y exige la sujeción de uno mismo; que sublimes son la vitalidad del artista y la dinámica de su inspiración, el torrente de la pasión y la potencia de lo que desequilibra, lo que hunde en el entusiasmo y se apodera de un cuerpo para transfigurarlo, para metamorfosearlo (…)Allí donde se prefiere las alturas a los valles, las cimas secas y abrasadoras a las húmedas anfractuosidades, allí está lo sublime. La acción, entonces, y las fuerzas que la hacen posible, es lo que da a esta mística de izquierda la potencia y la posibilidad de encarnarse en una forma libertaria.”
            La acción, pues. Ese vértigo que, desde los barrios y clubes del Paris insurrecto, marcó todo el siglo XIX y el XX en el crisol de un movimiento obrero que quería convertir en realidad los sueños y visiones de las familias más oscuras y prohibidas de los pensadores del Renacimiento y la Ilustración. Y, de fondo, tras el fragor de las generaciones de luchadores, tras sus tormentos y victorias, la carcajada de Rabelais. Para recordarnos que también existe el sentimiento de plenitud, la muy corporal descarga de la vitalidad humana cuando se siente libre.
            “Nada os debo, debéisme cuanto he escrito”, decía Machado. A Julián Vadillo le debemos este libro, que nos recuerda como la humanidad es capaz de alzar la mirada y luchar, en medio del lodazal.


            José Luis Carretero Miramar.

lunes, 15 de enero de 2018

La tragedia en un pueblo llamado Casas Viejas

Artículo publicado en la edición digital de El Salto diario con motivo del aniversario de los sucesos de Casas Viejas en enero de 1933

Decía Francisco Giner de los Ríos que España era el drama de un pueblo empecinado en convertir la utopía en realidad, lo absoluto en relativo y el más allá en aquí y ahora. Y esta frase del fundador de la Institución Libre de Enseñanza en 1876 es un buen resumen para abordar lo que sucedió, algunos años después, en una pequeña aldea de la provincia de Cádiz, cuando la Segunda República se estaba desarrollando en España. Esa pequeña se llamaba Casas Viejas.
            Sin embargo sería muy fácil despachar rápido el tema de los sucesos de Casas Viejas de enero de 1933 diciendo que fue obra de unos radicales anarquistas que se levantaron contra las estructuras de la República y que fueron fatalmente aplastados por las fuerzas de orden público. Resumir así el acontecimiento sería no ser justos a la verdad y perder la perspectiva de lo que realmente se estaba moviendo en la España de la década de 1930 y la complejidad del movimiento libertario español.
            Un primer paso sería determinar algunas de las causas que provocaron que un grupo de campesinos adscritos a las ideas libertarias promovieran la proclamación del comunismo libertario en aquella pequeña aldea. Muy difícil sería entenderlo si no tenemos en cuenta la estructura de la propiedad que imperaba entonces en España. Un problema enquistado en la sociedad desde siglos atrás y que la política de desamortización efectuada durante el siglo XIX no había contribuido a corregir sino que, muy por el contrario, ahondó en los problemas y en las desigualdades sociales. La herencia del modelo de propiedad de la tierra, que provenía de la Edad Media, había generado en Andalucía y Extremadura una estructura latifundista de propiedad donde unos pocos propietarios detentaban la inmensa mayoría de la tierra frente a masas jornaleras que se veían privadas del acceso a la misma.
            A pesar de ello desde el propio siglo XIX los trabajadores del campo buscaron una solución a sus problemas, incluso llegando a protagonizar motines o movimientos campesinos como los de 1866 en Loja. Incluso durante la Primera República española, el presidente Francisco Pi i Margall promovió de forma teórica el reparto de la tierra entre los campesinos, completando así una reforma agraria real que las desamortizaciones no habían conseguido. El fracaso de la experiencia republicana no fue óbice para que muchas de esas masas campesinas considerasen que República era sinónimo de Reforma Agraria, aunque muchos de sus efectivos ya se estaban encuadrando en las organizaciones obreras adscritas al socialismo y, sobre todo, al anarquismo, muy influyente y hegemónico en campo andaluz. Las lecturas de los movimientos socialistas iban más allá de un cambio de forma de Estado y promovían la ocupación y toma de la tierra de forma directa. Por ello, estos campesinos protagonizaron a finales del siglo XIX movimientos como los de Jerez en 1892, donde las masas campesinas hambrientas tomaron la ciudad reclamando justicia y la tierra. No eran movimientos exclusivos de la zona de Andalucía, pues en otros lugares de Europa también se dieron. Los anarquistas fueron protagonistas del mismo y utilizados como chivos expiatorios para reprimir a los movimientos campesinos, tal como sucedió en casos como La Mano Negra.
            La proclamación de la Segunda República en 1931 trajo consigo la esperanza de cerrar el capítulo de la reforma agraria y promover un reparto justo y equitativo de las tierras entre los campesinos. La promulgación de la Ley de Bases de la Reforma Agraria en 1932 encabezada por el ministro Marcelino Domingo, parecía que ponía fin a estas cuestiones. Mas teniendo en cuenta que la propia República se había enfrentado ya a levantamientos de campesinos en Castilblanco en diciembre de 1931 y en Arnedo en enero de 1932. Motines del hambre donde los campesinos reclamaban mayor prisa en la cuestión agraria y que terminó en enfrentamientos con las fuerzas de orden público y con víctimas.
            Sin embargo la Ley de Bases tuvo un doble problema. Por una parte los políticos reformistas republicanos vendieron su aplicación a muy largo plazo mientras la premura de las necesidades era inmediata. Por otra parte, el propio boicoteo de los terratenientes a las leyes de la República. El famoso “¿No queríais República? Pues comed República”, fue utilizado por muchos de ellos, que tampoco cumplieron leyes como las del laboreo forzoso o se aplicaron de forma dudosa en muchos lugares la Ley de Términos Municipales.
            A todos estos problemas se venía a unir el paulatino distanciamiento que la República estaba teniendo con uno de los movimientos obreros más importantes en el país: el anarcosindicalismo de la CNT. El movimiento libertario había apoyado de buen grado la proclamación de la República en abril de 1931, pero advertía su editorial en Solidaridad Obrera que si la República quería consolidarse tenía que contar con la clase obrera. De no hacerlo, perecería. Y a pesar de que la constitución republicana se había como “República de trabajadores de toda clase”, para el anarcosindicalismo no se contó con la clase obrera. Ello llevó a las huelgas y enfrentamientos que terminaron con víctimas tanto en Sevilla en los sucesos del Parque de María Luisa como en Madrid en la Huelga de la Telefónica.
            Igualmente, dentro del movimiento libertario se estaba dando un importante debate, entre aquellos que consideraban que la posibilidad revolucionaria en España se tenía que estructuras a medio/largo plazo por medio de una concienciación paulatina de los trabajadores y tendiendo a la unión de las fuerzas obreras, y aquellos que consideraban que había que aprovechar las ansias revolucionarias del pueblo español y poner termino al capitalismo en un enfrentamiento, prácticamente directo, con la República. Aunque a nivel historiográfico se ha mantenido el falso mito de la llamada “gimnasia revolucionaria” y de los ciclos insurreccionales, lo cierto es que el movimiento libertario se dividió en ambas visiones, estructurando la CNT a partir del verano de 1932 los llamados Comités de Defensa Confederal, como arma efectiva de la acción directa anarcosindicalista, y haciendo llamamientos a algunas insurrecciones como las que se tenía programada en enero de 1933 que se tornó en un auténtico fracaso.

Casas Viejas

            El movimiento que se había iniciado en enero de 1933 fue un fracaso por un cúmulo de descoordinaciones entre el Comité Nacional de la CNT y los Comités de Defensa Confederales, lo que llevó a la suspensión del movimiento que pretendía proclamar el comunismo libertario en toda España, tal como se había realizado en las cuencas mineras de Cardoner y en Figols un año antes.
            Sin embargo, por el corte de comunicaciones, esa suspensión no llegó hasta los integrantes libertarios del pueblo gaditano de Casas Viejas donde, aunque no todos los cenetistas estuvieron de acuerdo, se proclamó el comunismo libertario, se quemó el registro de la propiedad, se compró los productos de la tienda del pueblo al dueño, se ocupó el Ayuntamiento y hubo un enfrentamiento con las fuerzas de la Guardia Civil con el resultado de varios campesinos muertos y un Guardia Civil herido que acabó falleciendo. La bandera tricolor republicana fue sustituida por la rojinegra de los anarquistas. El esquema seguido por los anarquistas de Casas Viejas fue el clásico del verdadero significado de la llamada “propaganda por el hecho”, que ya Malatesta había puesto en práctica en el Benevento italiano en 1876. Minima violencia (excepto el enfrentamiento con la Guardia Civil) y ocupación de los centros de poder.
            Sin embargo, el fracaso del levantamiento anarquista en Jerez hizo que se desplazasen unidades de fuerzas de orden pública a Casas Viejas con la finalidad de acabar con el movimiento. Al llegar las fuerzas de Guardias Civiles de Alcalá de los Gazules, el movimiento por el comunismo libertario había fracasado. Sin embargo, desde Madrid se estaban desplazando unidades de la Guardia de Asalto a cuya cabeza se situó Manuel Rojas Feijespán, personaje de reconocida ideología derechista. La llegada de Rojas Feijespán significó la represión indiscriminada contra los campesinos. Fueron fusilados de forma arbitraria muchos de ellos, algunos ancianos, y se cercó la casa de Francisco Cruz Gutiérrez, alias Seisdedos, que fue incendiada con sus ocupantes dentro, ametrallando la puerta para que nadie pudiese salir. De la catástrofe, María Silva Cruz “La Libertaria”, nieta de Seisdedos, pudo escapar.
            La matanza culminó con 26 muertos, lo que provocó una autentica consternación en la sociedad española por la brutalidad empleada contra unos campesinos que solo reclaman tierra y pan y que, a excepción de la refriega con la Guardia Civil, no habían tenido episodios de violencia.
            Tras los sucesos vino la búsqueda de responsabilidades por lo sucedido. Los responsables directos fueron claros. Manuel Rojas Feijespán, Bartolomé Barba, Arturo Menéndez y el delegado del gobierno de Cádiz, Fernando de Arrigunaga. Cargos de la Guardia de Asalto, de la Guardia Civil y políticos. A pesar de los años de cárcel, Rojas Feijespán y Barba participaron en julio de 1936 de la sublevación contra la República, mientras Arturo Menéndez fue leal a la misma y murió fusilado por los sublevados.
            A la zona del suceso se desplazó una comisión parlamentaria que emitiría un informe sobre los sucesos. Con ellos se desplazaron periodistas que vieron y hablaron de primera mano con algunos de los habitantes de la aldea. Entre ellos cabe destacar las plumas de Ramón J. Sender, que escribió el texto Viaje a la aldea del crimen. Documental de Casas Viejas y Eduardo de Guzmán que publicó una serie de artículos en el diario republicano La Tierra.
            Sin embargo las responsabilidades se pedían más arriba. Aunque como bien a demostrado Tano Ramos en su obra El caso Casas Viejas: crónica de una insidia, no hubo una orden directa por parte del gobierno de la República de represión contra los campesinos anarquistas y sí una extralimitación de unas fuerzas de orden público dudosamente depuradas y que se cobró una contribución de sangre y odio contra el anrquismo en la zona, lo cierto fue que la gestión del acontecimiento fue deficitaria para el gobierno de Manuel Azaña que sufrió un revés y un desgaste de su gestión. De forma indirecta, el gobierno fue responsable de los sucesos. Los socialistas se fueron separando paulatinamente del gobierno, hasta salir de él en septiembre de 1933, dejando a los republicanos de izquierda en minoría. La derecha, para nada amiga de los anarquistas a los que detestaba, aprovechó el acontecimiento para desgastar al gobierno y preparar a conciencia las elecciones de noviembre de 1933 que le dio la victoria.
            Para los anarquistas el acontecimiento también fue devastador, porque fue la ejemplificación del fracaso de una estrategia. Ello le valió en el futuro para replantearse las mismas, llegando a considerar a partir de 1934 que el objetivo era la unidad obrera con la UGT. En el congreso de Zaragoza de mayo de 1936, la CNT hizo un repaso al primer bienio republicano, considerando que la estrategia seguida no fue la correcta y que era inviable un enfrentamiento directo de la central libertaria contra el capitalismo sin la participación del resto del movimiento obrero.
            Sin embargo, Casas Viejas siempre estuvo en el imaginario colectivo del movimiento obrero y libertario. La fuerza de su recuerdo llevó al franquismo a cambiar de nombre al pueblo, rebautizado como Benalup, recuperando su nombre hace pocos años.
            Hoy el acontecimiento se recuerda con la señalización de lugares de la memoria y con numerosas obras históricas (Jerome R. Mintz, Tano Ramos, José Luis Gutierrez Molina, etc.), donde plantean lo que sucedió en una pequeña localidad y el fin cruel de unos campesinos que pidieron tierra, pan y libertad.

martes, 2 de enero de 2018

FERNÁN GÓMEZ, EL DE LA ESCUELA ÁCRATA

Artículo publicado en el número 7 de El Salto, en su suplemento "Radical", en noviembre de 2017

Cuando el 21 de noviembre de 2007 fallecía Fernando Fernán Gómez hubo un hecho que llamó la atención. En el Teatro Español, donde se situó su capilla ardiente, el féretro del actor, dramaturgo y escritor de voz grave estaba cubierto con una bandera rojinegra: la bandera anarquista. Y no era para menos, pues Fernán Gómez siempre mostró simpatía hacia los ideales libertarios que conoció en la España de la década de 1930 cuando empezaba ya a apuntar a lo que iba a ser posteriormente.
            Aunque nacido en Lima en 1921, muy pronto se trasladó a Madrid y en la capital de España vivió los años republicanos y la Guerra Civil. No se puede decir en ningún caso que la familia de Fernán Gómez tuviera una vinculación política con la izquierda (muy al contrario se podría decir). A esto escapaba un tío suyo que era afiliado a la CNT y por el cual Fernán Gómez comenzó a conocer que era aquello del anarquismo.
            Y aunque la Guerra Civil no fue un periodo fácil, y menos para una familia de actores, lo cierto fue que gracias a la CNT los espectáculos públicos se reorganizaron y muchos de ellos pudieron trabajar. Lo hizo la madre de Fernando, Carola, en el teatro Alcázar. Pero lo hizo también Fernán Gómez, cuando afiliado ya a la CNT, entró a formar parte de la Escuela de Actores de la organización anarcosindicalista, bajo la dirección de Valentín de Pedro, uno de los más importantes intelectuales libertarios de la época, y su compañera María Boixader. Dos personajes que marcaron la vida del propio Fernán Gómez, que en aquella época comenzó a forjar una profunda cultura gracias también a la biblioteca que la CNT tenía en uno de los locales incautados por lo anarquistas y que frecuentaba el actor.  Además, en esta época también conoce a quien será uno de sus grandes amigos: el también actor Manuel Alexandre. Tampoco se puede olvidar en este punto a Fernando Collado, que en aquella época dirigía uno de los sindicatos de la CNT en el Madrid sitiado y con el que posteriormente coincidirá en el mundo el cine.  
            Esa carrera de actor que había empezado en los locales de la CNT y su Escuela de Actores, quedó truncada con el final de la Guerra Civil. Además, el joven actor asistió al consejo de guerra que condenó a muerte (luego conmutada) a Valentín de Pedro, su maestro. En ese mismo consejo de guerra fue condenado el periodista y escritor republicano Diego San José, y el redactor del CNT y luego de El Sindicalista Carlos Rivero. Pasaje de este juicio nos lo legó el propio Fernán Gómez en sus memorias El tiempo amarillo y también el propio Diego San José en su excepcional De cárcel en cárcel.
            Y aunque los años de la dictadura cayeron como un plomo sobre todos, la vida de Fernando Fernán Gómez en ese tiempo se centró en su carrera como actor.
            Lo cierto es que tras la muerte de Franco, encontramos a Fernando Fernán Gómez en las Jornadas Libertarias de Barcelona de 1977 y su compromiso con el movimiento libertario siempre estuvo presente, tanto para él como para su compañera, Emma Cohen. Su atronador ¡No a la guerra! en la manifestación de Madrid en febrero de 2003 así como sus constantes guiños a la causa libertaria, hicieron de Fernán Gómez una referencia en el campo libertario, más por su compromiso personal que militante.
            No quiera acabar este artículo sin hacer referencia a otros guiños de Fernán Gómez al mundo libertario a través de sus películas u obras. Son muchas las que existen a lo largo de su dilatada historia. Pero destacaremos alguna. Por ejemplo su poco conocida El extraño viaje (1964) y su leiv motiv de “deja la lujuria un mes y ella te dejará tres” así como referencias al propio socialismo. Poco duró en cartelera. Su amistad con el periodista Eduardo de Guzmán le hizo llevar a la pantalla la película Mi hija Hildegart, basada en la obra Aurora de sangre, que cuenta la historia sorprendente y poco conocida de Hildegart Rodríguez Carballeira, recreando parte del mundo cultural libertario de la Segunda República. O en su Las bicicletas son para el verano, escrita en 1977 y llevada al cine por Jaime Chavarri en 1984. Allí aparecen varios cenetistas y allí Fernando dejó muy claro, por su propia experiencia, que en 1939 no llegó la paz, sino que llegó la victoria, quizá recordando el triste destino de su maestro Valentín de Pedro, entre otros muchos.
            Me dejo muchos guiños en el tintero de sus obras o de trabajos realizados por él (Mambrú se fue la guerra, el espíritu de la colmena, Arriba, Hazaña, etc.). Pero es una arista de Fernando que es necesaria rescatar.